Amaneció la tarde, terminó de escribir y lo envió a
publicaciones.
La noche volvía temprano y él salió a comprar cigarrillos.
Fue por la Plaza de la Luna y entró en la Calle Desengaño,
donde le silbaron al tiempo que él sonreía nervioso y pasaba
de largo con el corazón entristecido.
En un paso de peatones de Gran Vía empezó a desconocerse.
La estanquera de los domingos le vio y él solo tuvo que
entonar, no sin algo de resignación, un “Lo de siempre” con un subtexto que la mujer no era capaz de imaginar.
Deshizo el camino y le pareció que iba pisando algo que se
le había caído al cruzar el asfalto en el viaje de ida.
A la vuelta sintió que sus pasos se volvían pegajosos por la
Calle Desengaño, esta vez sin silbidos porque la policía andaba cerca.
Llegó a casa y encendió un cigarrillo.
Seguía siendo temprano y la noche ya era cerrada.
De pronto algo faltaba en lo que había escrito y enviado a
publicaciones.
Le dio vueltas sin lograr encontrar cuáles eran las palabras
extraviadas.
Cuando se durmió, ya era lunes.
Había vuelto a fracasar.