lunes, 21 de diciembre de 2015

Retales



Si nos separan unos pocos metros de acero y asfalto. Adoquines levantados.
Si mis ojos no resisten los cabellos que golpean.
Si se me funden los sentidos en un crisol y enloquece el invierno.
Si se deshace el hambre, la sed y el tiempo.
Si fluye la música entre los barrotes de papel.
Si nunca darse a la fuga fue tan fácil.
Qué le voy a hacer.

Dos aguijones me trillan el pecho.

Se me queman los pulmones y me arden las venas en el whisky de quererte tanto.


domingo, 29 de noviembre de 2015

Domingo



Amaneció la tarde, terminó de escribir y lo envió a publicaciones.

La noche volvía temprano y él salió a comprar cigarrillos.
 
Fue por la Plaza de la Luna y entró en la Calle Desengaño, donde le silbaron al tiempo que él sonreía nervioso y pasaba de largo con el corazón entristecido.

En un paso de peatones de Gran Vía empezó a desconocerse.
 
La estanquera de los domingos le vio y él solo tuvo que entonar, no sin algo de resignación, un “Lo de siempre” con un subtexto que la mujer no era capaz de imaginar.

Deshizo el camino y le pareció que iba pisando algo que se le había caído al cruzar el asfalto en el viaje de ida.

A la vuelta sintió que sus pasos se volvían pegajosos por la Calle Desengaño, esta vez sin silbidos porque la policía andaba cerca.

Llegó a casa y encendió un cigarrillo. 

Seguía siendo temprano y la noche ya era cerrada.

De pronto algo faltaba en lo que había escrito y enviado a publicaciones. 

Le dio vueltas sin lograr encontrar cuáles eran las palabras extraviadas.

Cuando se durmió, ya era lunes.

Había vuelto a fracasar.






domingo, 27 de septiembre de 2015

El medallista etílico



Samuel Olivera entró en el bar donde se fraguó su juventud.

Era un lugar al que los años habían ido aplastando poco a poco. Le recibió una barra metálica y mesas de conglomerado hinchado. El tiempo se escapaba por una grieta de la pared del fondo desde la que los años parecían saludar con alevosía. Había un espejo sobre una parte de la grieta que seguramente tuvo el objetivo de ocultarla en sus inicios, pero la fractura se había abierto paso reclamando su terreno, y para colmo el espejo estaba demasiado sucio como para decir nada a nadie.

Olivera se sentó en un taburete de la barra. El camarero, Luís alias “Noctámbulo”, interrogó al intruso con la mirada. Samuel Olivera saludó y preguntó si lo recordaba.

-No, la verdad es que no me acuerdo de ti. No me acuerdo de casi nada.

 -Y de Tomás, Julia y Elena ¿Tampoco?- preguntó Olivera.

“Noctámbulo” negó con la cabeza.

-Yo solo conozco a Wolf y al sueco.

Luis señaló una esquina del local, había un hombre fornido, entrado en carnes y años, solo. Sus ojos parecían vagar por otro lugar mientras sostenía una cerveza a la que daba tragos cortos.

-Ese es Wolf Honecker, pentamedallista olímpico en salto de pértiga y jabalina. Ahora se dedica a beber todo lo que cae entre sus manos, su pensión paga mis facturas como quien dice. Su mujer murió y su país desapareció, no me diga que no es terrible. Desaparece el amor y sus medallas se convierten en reliquias sin peregrinos.

-¿De dónde es?

-Fue... de dónde fue- matizó Luís-. De un país alemán, creo.

Wolf Honecker trataba de atisbar algún horizonte en el fondo de su vaso. El alemán bebió en silencio, levantando la cabeza de vez en cuando mientras escuchaba la narración de su nuevo podio etílico. Después del relato, el alemán movió su cabeza en dirección a Olivera, pero sus ojos seguían en otro sitio, muy lejos de allí. 

Olivera echó un ojo a su alrededor y se detuvo finalmente en el espejo, que le negó todo.