domingo, 27 de septiembre de 2015

El medallista etílico



Samuel Olivera entró en el bar donde se fraguó su juventud.

Era un lugar al que los años habían ido aplastando poco a poco. Le recibió una barra metálica y mesas de conglomerado hinchado. El tiempo se escapaba por una grieta de la pared del fondo desde la que los años parecían saludar con alevosía. Había un espejo sobre una parte de la grieta que seguramente tuvo el objetivo de ocultarla en sus inicios, pero la fractura se había abierto paso reclamando su terreno, y para colmo el espejo estaba demasiado sucio como para decir nada a nadie.

Olivera se sentó en un taburete de la barra. El camarero, Luís alias “Noctámbulo”, interrogó al intruso con la mirada. Samuel Olivera saludó y preguntó si lo recordaba.

-No, la verdad es que no me acuerdo de ti. No me acuerdo de casi nada.

 -Y de Tomás, Julia y Elena ¿Tampoco?- preguntó Olivera.

“Noctámbulo” negó con la cabeza.

-Yo solo conozco a Wolf y al sueco.

Luis señaló una esquina del local, había un hombre fornido, entrado en carnes y años, solo. Sus ojos parecían vagar por otro lugar mientras sostenía una cerveza a la que daba tragos cortos.

-Ese es Wolf Honecker, pentamedallista olímpico en salto de pértiga y jabalina. Ahora se dedica a beber todo lo que cae entre sus manos, su pensión paga mis facturas como quien dice. Su mujer murió y su país desapareció, no me diga que no es terrible. Desaparece el amor y sus medallas se convierten en reliquias sin peregrinos.

-¿De dónde es?

-Fue... de dónde fue- matizó Luís-. De un país alemán, creo.

Wolf Honecker trataba de atisbar algún horizonte en el fondo de su vaso. El alemán bebió en silencio, levantando la cabeza de vez en cuando mientras escuchaba la narración de su nuevo podio etílico. Después del relato, el alemán movió su cabeza en dirección a Olivera, pero sus ojos seguían en otro sitio, muy lejos de allí. 

Olivera echó un ojo a su alrededor y se detuvo finalmente en el espejo, que le negó todo.





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