Un día silencioso y frío, en un octubre cualquiera, Martínez se encontraba solo, sentado sobre unas escaleras de piedra. Uno de esos días que es mejor hablar solo, en silencio.
"Uno se piensa que ...", esa frase construida con el desajuste de la temeridad, uno nunca llega a pensarse sin pensar primero.
Y es que a sus minutos, vaciados, les caben muchas preguntas que no tienen respuesta y muchos cigarros sin encender.
A veces en Octubre no pasa nada, piensa Martínez recordando a González, a veces incluso no pasa nada en Noviembre ni en Diciembre, y Septiembre no deja más que una sensación de epílogo con una mueca torcida.
Uno piensa en capitales extranjeras, en Alexanderplatz, Karl Marx Allee, la violentada Postdamerplatz, ... Y uno se fija en que también hace frío, y es entonces cuando se da cuenta de que Sabina se equivoca, y al arrabal no le faltaban los grillos, sino la primavera.
Martínez no está mal, tampoco está bien, y eso es lo que le vuelve loco, nadie le saca esa melancolía por el odio y el amor, por la guerra sin sangre, ... Martínez está, simplemente está.
Se acuerda de la Dolce Vita, y de cómo se la imaginaba, como un canto a la vida, siendo en realidad un canto a la muerte, al sentimiento de perdición, a no saber dónde dirigir el siguiente paso o la siguiente palabra. Una película sobre el no saber qué hacer con las manos. Martínez se siente como Marcelo, se ve reflejado irremediablemente en él, y trata de escapar, pero no sabe hacia dónde carajo tiene que correr.
Y finalmente se encuentra sobre sí mismo, sin sosiego, con una asquerosa y pegajosa sensación de normalidad, de letanía en el minutero. Se ve, después de Marcelo, como un triste Bill Murray, insomne y aburrido, sentado sobre una cama en un hotel de Tokyo. Y entonces Martínez se gira, me mira y ordena:
-Sobre mí, no escribas más.
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