El tiempo es un cómplice con intereses añadidos, y con cada día
que ganaban, iban acumulándolos en la memoria, cada vez más adormecida.
Dirigiendo, a las cloacas de la historia, todo lo vivido.
A ella le sorprendió la rapidez con la que todo se tiñe de
esperas, de cómo las ilusiones se tornan rápidamente en vientos que van y vienen,
doblando los tallos del deseo. Le sorprendió la rapidez con la que la tristeza
se va transformando en una pasta de horas, resonando como un eco lejano en la
rutina.
Cuando ya habían pasado un mes separados, el reloj se convirtió en un
vigilante cruel de la tranquilidad y la adaptación que iban
sintiendo a los nuevos ritmos que dictaba el frío.
Él, por su parte, con los días y las primeras semanas, fue
notando como se iban cubriendo las quemaduras que la piel de aquella le habían
dejado en la yema de los dedos.
Fue convirtiéndose para ellos, con las cartas y las
relecturas, el presente en pasado. Y fueron cerrando sin querer la puerta al
reencuentro, al entenderse poco a poco más deslocalizados y tambaleantes.
Y las bocas se fueron acostumbrando al sabor cenizo que dejan
las melancolías y las nostalgias por todo lo que no sucedió jamás.
Y sin embargo, a veces llovía lo suficiente como para que de las cloacas
afloraran los restos de la historia, de todo lo vivido, recordándoles levemente,
que aunque no quisieran, el olvido era tan improbable como la vuelta al pasado.
"Cuerpo a tierra, luz y gas
hambre para la nevera."
Quique González
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