miércoles, 22 de abril de 2015

IX (II)

Cuando se separaron, terminaron al fin por convertir en latente lo palpable, separándoles algo más que un puente aéreo.

Pasaron diez años, pero al principio, lo más doloroso fueron los días. Las primeras horas transcurrieron como una cruel inmersión en paisajes enrarecidos. De pronto, lo de siempre fue nuevo y lo nuevo incompleto, parábolas erróneas donde antes se avistaban las curvas y el vértigo.

Para ella, la llegada al lugar que estaba más allá de la frontera fue un descubrimiento desagradable. Las calles, la lengua, los edificios... Toda aquella nueva realidad se presentó de golpe, convirtiéndola en (in)migrante. Las primeras horas y días se sintió como un cristal en la patria del acero.

Para él, que quedó o mejor dicho, restó aquí, las primeras horas fueron una espera tensa. Se encontraba aún aferrado a lugares y horas concretas de la memoria. Se repetía constantemente que las cosas no podían haber sido así antes, tan solitaria la barra del bar, tan vacías las mesas de las cafeterías o los peldaños de todas las escaleras. Sintió el éxodo como un ataque inesperado, directo al presente. Todo pasó a valer la mitad, volviendo a su lejana unidad, sin vértigo ni curvas.

Y sin embargo, poco a poco, ella empezó a encajar todos los golpes que le lanzó la patria del acero, con sus calles, su lengua, sus edificios o sus calles. Terminó por domesticarse y encontrar restos de calor y refugio en las migajas del frío.

Él tardó algo más que ella, pero empezó a asimilar que la solitaria barra del bar le confería cierta y agradecida soledad, así como la intimidad que supuraba la memoria y sus llagas en las sillas libres de las cafeterías o los peldaños de todas las escaleras.

Pasaron así los primeros días, descolocados y perdidos, hasta que las semanas empezaron a adherirse a su cansancio, y allá donde habían existido proyectos para la utopía, surgieron tristes letanías, cartas menguantes y trenes con retraso.











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